sábado, 20 de febrero de 2010

Caballero ladrón.


El día que apareció esta réplica, Daspry y yo cenamos juntos. Por la noche, con los periódicos colocados sobre mi mesa, discutimos el asunto y lo examinamos bajo todos los aspectos con esa irritación que se experimentaría teniendo que caminar indefinidamente en las sombras y tropezar siempre con los mismos obstáculos.
Y de pronto, sin que mi sirviente me hubiera avisado, sin que el timbre de la puerta hubiera sonado, la puerta se abrió y entró una dama cubierta con un espeso velo.
Me levanté al instante y avancé hacia ella. Entonces me dijo:
- ¿Es usted, señor, quien vive aquí?
- Sí, señora; pero debo confesarle ...
- La puerta de la verja que da al bulevar no estaba cerrada -explicó.
- Pero ¿y la puerta del vestíbulo?
Ella no respondió, y yo pensé que seguramente había dado la vuelta por la escalera de servicio. ¿Acaso conocía, entonces, el camino?
Hubo un silencio un tanto embarazoso. Ella miró a Daspry. Aun contra mi voluntad y conforme hubiera hecho en un salón, se lo presenté. Luego le rogué que se sentara y que me explicase el objeto de su visita.
Se levantó el velo y vi que era morena, de rostro regular y, si no muy bella, cuando menos poseedora de un encanto infinito que provenía sobre todo de sus ojos, unos ojos graves y dolorosos.
Dijo sencillamente:
- Soy la señora Andermatt.
- ¡La señora Andermatt! -repetí yo cada vez más sorprendido.
Un nuevo silencio, y luego ella prosiguió con voz serena y un aire completamente tranquilo:
- Vengo por razón de ese asunto ... que usted sabe. He pensado que yo podría quizá obtener de usted algunos informes ...
- ¡Dios mío, señora! Yo no sé más que lo que dicen los periódicos. Tenga la bondad de precisar en qué puedo serle útil.
- Yo no lo sé ... Yo no lo sé ...
Solo entonces tuve la intuición de que su calma era ficticia y que, bajo aquel aire de entera seguridad, se ocultaba una gran turbación. Y nos callamos, sintiéndonos tan incómodo el uno como la otra.
Pero Daspry, que no había cesado de observar, se acercó y le dijo:
- ¿Quiere usted, señora, permitirme el hacerle algunas preguntas?
- Sí, sí -exclamó ella-; yo le contestaré.
- ¿Usted contestará ..., sean cuales sean esas preguntas?
- Cualesquiera que sean las preguntas.
El reflexionó, y luego dijo:
- ¿Conocía usted a Luis Lacombe?
- Sí, lo conocía por mi marido.
- ¿Cuándo lo vio usted por última vez?
- La noche que él cenó en nuestra casa.
- Y esa noche, ¿nada le dio a usted que pensar que le vería por última vez ..., que no le vería ya más?
- No. El había hecho alusión a un viaje a Rusia, pero de una forma tan vaga ...
- Entonces, ¿contaba usted con volver a verle?
- Sí, dos días después para cenar.
- ¿Y cómo se explica usted esa desaparición?
- Yo no me la explico.
- ¿Y el señor Andermatt?
- Lo ignoro ...
- Sin embargo ...
- No me interrogue sobre eso.
- El artículo del Echo de France parece decir ...
- Lo que parece decir es que los hermanos Varin no son ajenos a esa desaparición.
- ¿Es esa su opinión?
- Sí.

Leer "El siete de corazones" primera parte:

:http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/literatura/lupin/6.html

Segunda parte de "El siete de corazon":
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/literatura/lupin/6a.html

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